Aquella mañana, la ciudad se me hizo casi eterna. Atrás dejaba dos días de citas, amistad y encuentros inacabados. Decidí alejarme de mi propio entorno para disfrutar y descansar, reírme, llorar y escuchar a Amy Winehouse a mi paso por calles sinuosas, esquinas roídas por el tiempo y plazas rebosantes de aquellas sonrisas infantiles que tan poco acostumbro a ver.
Tras recoger mis dos maletas, bajé ansiosa al salón comedor de ese pequeño gran hotel. Desayuné sola, tan solo en compañía de dos periódicos, mi café y dos rebanadas de pan con aceite. Hacía mucho tiempo que viajaba así, en el sentido que suele entender esta sociedad la propia soledad. Para mí, significa muchísimo. Estar sola me ha proporcionado momentos tan inolvidables, o más, que cuando no lo estaba. Miré hacia la ventana, sosteniendo bien mi taza, y aquel ambiente urbano resonó con fuerza. El día había terminado de calentar sus calderas.
-Señora, su billete –indicó el conductor al pie de la escalera del autobús-. Debe guardar la otra mitad hasta el final del trayecto.
-Sí, de acuerdo, lo guardo, muchas gracias –dije mientras levantaba la vista de mi libro, en el que ya estaba religiosamente embebida.
Pronto un hombre de aspecto desaliñado se apresuró a sentarse. Codo con codo, pude apreciar el aroma de un perfume que poco, o nada, casaba con su apariencia exterior. Me saludó cortésmente y levanté la vista del todo. Su cabello desaliñado, la gabardina gris y una gorra que bien podría haber vestido James Dean chocaron gravemente con unos impresionantes ojos claros. La subjetividad y sus malas pasadas, pensé.
-Así que le gusta leer, señorita. ¿Qué lee?
-Pues ya ve –contesté girando el volumen para dejarle ver la cubierta-, estoy releyendo El extranjero, de Albert Camus.
-Y, ¿por qué otra vez?
-Ya van cuatro, la verdad es que cuando viajo siempre procuro estar segura de lo que llevo. No me puedo imaginar cargar con un libro aburrido y tener que sufrir el viaje sin lectura… ¿No cree? ¿Usted lee?
-La verdad es que me gusta más escribir, aunque nunca me he lanzado del todo –afirmó el hombre de forma tajante.
-¿Ah si? ¿Y qué escribe? –me atreví.
-Nada en concreto, muchas cosas en general. Suelo redactar pequeños fragmentos de historias que nunca acabo, en servilletas –explicó.
-¡Disculpe! ¡Se ha sentado en mi asiento! Si no le importa… -tronó una señora mientras caminaba por el pasillo, hacia nosotros.
Aquel hombre se levantó de inmediato y, con aire galante, hizo una mueca a la viajera para que se sentara a mi lado. Después se despidió de mí del mismo modo.
Cuando apenas habían pasado dos horas de viaje, el conductor anunció una pequeña parada. Al tiempo de pasar por mi lado, el hombre se acercó un poco y me dio lo que parecía un papel doblado mil veces.
-Mire, si quiere puede echarle un vistazo y después me cuenta –anunció.
-¡Vaya! ¡Pues sí que es efectivo usted! ¡Muchas gracias, en seguida hablamos! –contesté, ansiosa por desdoblarlo y descubrir lo que escondían aquellas palabras.
Una vez advertí, desde mi asiento, cómo entraba en aquella cafetería decrépita, desenvolví la servilleta.
Escucha el susurro, relato callado.
Anuncia la rosa, espinada y tullida.
Calcina mis manos, revienta mis labios,
anuncia el contacto, destruye los besos.
Alcanza mi mano.
Enuncia mi nombre, no calles.
Palabras rojizas, el tacto caliente.
Laurea mi nombre, asoma valiente,
grita los pasos, esquiva los males.
No sueltes…
Como una oda, vivir…
… la profundidad del mundo,
la superficie cegada de las sombras,
la ruleta escondida en los ojos del diablo.
Cuando el autobús parecía moverse para reanudar el viaje, salté por encima de la señora hasta el pasillo y, haciendo caso omiso a las indicaciones del conductor, salí y me encaminé hacia la cafetería. Aquel hombre no había subido, no estaba en su asiento, alguien debía avisarle de que el viaje continuaba. Pero en aquel sitio tampoco estaba, ni en la barra, ni en las mesas, ni en los lavabos. Salí corriendo rumbo al autobús, cuyo claxon retumbaba en mi mente desde hacía unos minutos. Al subir y ver el enorme pasillo, al lado del conductor, busqué de nuevo su asiento vacío y, otra vez, así lo encontré.
Íñigo Sota Heras, escritor y periodista
Relato publicado en revista Gente Grande (Bilaketa), otoño 2010
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