Aquella mañana, la ciudad se me hizo casi eterna. Atrás dejaba dos días de citas, amistad y encuentros inacabados. Decidí alejarme de mi propio entorno para disfrutar y descansar, reírme, llorar y escuchar a Amy Winehouse a mi paso por calles sinuosas, esquinas roídas por el tiempo y plazas rebosantes de aquellas sonrisas infantiles que tan poco acostumbro a ver.
Tras recoger mis dos maletas, bajé ansiosa al salón comedor de ese pequeño gran hotel. Desayuné sola, tan solo en compañía de dos periódicos, mi café y dos rebanadas de pan con aceite. Hacía mucho tiempo que viajaba así, en el sentido que suele entender esta sociedad la propia soledad. Para mí, significa muchísimo. Estar sola me ha proporcionado momentos tan inolvidables, o más, que cuando no lo estaba. Miré hacia la ventana, sosteniendo bien mi taza, y aquel ambiente urbano resonó con fuerza. El día había terminado de calentar sus calderas.
-Señora, su billete –indicó el conductor al pie de la escalera del autobús-. Debe guardar la otra mitad hasta el final del trayecto.
-Sí, de acuerdo, lo guardo, muchas gracias –dije mientras levantaba la vista de mi libro, en el que ya estaba religiosamente embebida.
Pronto un hombre de aspecto desaliñado se apresuró a sentarse. Codo con codo, pude apreciar el aroma de un perfume que poco, o nada, casaba con su apariencia exterior. Me saludó cortésmente y levanté la vista del todo. Su cabello desaliñado, la gabardina gris y una gorra que bien podría haber vestido James Dean chocaron gravemente con unos impresionantes ojos claros. La subjetividad y sus malas pasadas, pensé.